lunes, 1 de octubre de 2007

desolación


Oportuno: Naín Nómez incluyó a Violeta Parra en el tomo IV de su “Antología crítica de la poesía chilena” en el momento justo en que se cumplen 40 años de su muerte. Nómez repite el gesto de Erwin Díaz y de los viejos textos compilatorios de Juan Andrés Piña mientras subraya algo que ya sabíamos pero que no está demás recordar: a Violeta Parra hay que leerla.

Pero hacer eso puede ser peligroso. Sus textos son poesía, pero también hablan desde otro lugar, más espinoso, menos cómodo. Porque pocos escritores chilenos poseen la nitidez de Violeta Parra a la hora de relatar su propio dolor. Para ella, no hay metáforas: el sufrimiento –privado o social- se expone de manera directa, sin concesiones. Hay valentía en eso, pero también masoquismo. Sus letras –al azar “Maldigo del alto cielo”, “Corazón maldito”, “Rin del angelito”- son actos de exhibicionismo donde el yo poético deja su piel a la intemperie, desmembrándose, contemplando frenético las cicatrices de su propia biografía.

Hay, por cierto, una distancia demoledora entre esa Violeta y la de su imagen canonizada. Así, su reciente resurrección literaria nos lanza a la cara esa honestidad brutal que es su mejor de su legado. Porque Violeta Parra –en el link con la tradición- puede ser la mejor heredera de la Mistral pero también su reverso: si esta última sabe clausurarse para facturar un arte de sus silencios y distancias, Parra, por el contrario, se escribe como un cuerpo quebrado “sin médula y sin sustancia”, clasificando dolores, como si no conociera otro lenguaje que el de su padecimiento.

Llama la atención, de este modo, que el rescate de la oralidad profunda –vía las décimas- devenga a veces en aquella desolación, una clase de martirio emocional donde ni la lengua puede penetrar. “Cuánto será mi dolor” repite Violeta Parra una y otra vez y sí, sabemos que su malestar es inconmensurable e insoportable, que se trata de algo que borra la patria, el paisaje o la memoria. De este modo, mientras más se la lee, más aparece ese universo precario lleno de imágenes brutales: palomas degolladas, libros que no se pueden volver a mirar, amantes desaparecidos en el norte, novias muertas de males inclasificables; una suerte de deterioro de la vida privada – la suya, la de todos- enumerado una y otra vez hasta la extenuación.

Así, su obra es la tragedia griega de nuestro siglo XX, un drama que camina silenciosamente hacia el desastre. Están ahí la violencia, la fatalidad, el hambre, el abandono, la muerte, al punto de que haya escrito “Gracias a la vida” parece casi una ironía, una broma a contrapelo de sí misma, un último descanso antes de saltar por la borda. Experta en demasiadas artes, pareciera que la música y las palabras no le alcanzaron para decir lo que quería, ni para salvarse de sí misma. De ahí que sus mejores obras posean una transparencia que asusta; las señales de una catástrofe inminente incubándose verso tras verso, como si la autora se fuera desnudando hasta convertirse ella misma en una tierra baldía.

Escribir sobre ella, leerla, es someterse a los fotogramas dispersos de una road movie alegórica: la de una mujer buscando en pueblos perdidos las últimas señales de la verdadera canción chilena, mientras anota versiones apócrifas y aprende –para poner en práctica luego- la cristalería de un habla en desaparición. Pero Violeta Parra es otra cosa: la redactora secreta y azarosa de nuestro propio “Pedro Páramo”, de aquella Comala que es Chile, ese otro lugar donde es atrapada por fantasmas de carne y hueso y devorada por sus propias palabras.

sábado, 18 de agosto de 2007

Paul Pope / Pulphope


*Estoy a favor de la habilidad. [La dicotomía high-art/low-art] es otra cosa que merece la pena ser destruída, diría, porque me parece que es una intimidación. Eso beneficia a los responsables de los museos. Realmente no beneficia a la gente creativa. Nunca me he sentido cómodo con eso, especialmente considerando que en la escuela de arte, donde yo fui a la escuela, había un gran prejuicio a favor de las video-artes, el trabajo conceptual, las performances. Algo que estuviera basado en técnicas tradicionales –tanto impresión como dibujos al natural, que es en lo que yo estaba interesado, y habilidad en el dibujo- se miraba despectivamente, lo que realmente me molestaba. Fui expulsado de la escuela de arte, pero finalmente llegué al punto en que podía tomar un cepillo de dientes como proyecto y muchas veces conseguía notas realmente buenas simplemente porque jugaba su juego.

*Spiegelman dijo esto hace siglos. Dijo que todas las formas de comunicación desfasadas se convierten en arte porque se vuelven inútiles.

*Quiero decir, las películas son películas. Son cine. Vas al cine, y las ves y son una proyección de luz, pero en realidad lo que cuenta es la experinecia. Estoy seguro de que la película Transformers está diseñada para ser vista a cámara lenta en un portátil. Puede tener cantidad de propósitos. El virus Transformer, tal como es, puede darse en juguetes y existirá en juegos y existirá en comic-books. Eso es una buena noticia, aparte del hecho de que Disney ganó el copyright y la lucha por el dominio público, y Superman ganará después. Es una buena noticia para los iconos establecidos del entretenimiento. Es bueno para Elvis.

*Si te fijas en alguien como Oscar Wilde, probablemente podrías describirlo como un rock star en cierto modo. Él era ese personaje más grande que la vida. No sé. Creo que lo que es importante ahora cuando miro a los músicos que respeto o los artistas que respeto, alquien como Matthew Barney, tiene que ver con que realmente te guste, con que creas en lo que hacen. Suena banal, pero que sean definidos y determinados en lo que respecta a su expresión. En definitiva, simplemente fabricamos ideas y las presentamos en algún formato.

*En todo caso, he reducido mi biblioteca de cómics básicamente a los 5 primeros años de Heavy Metal, el manga que me gusta y algunos artistas europeos. Hay un par de excepciones, Jeff Smith, Jim WoodringHugo Pratt, pero él es europeo. En cierto punto tienes que cerrar el grifo y mirar hacia tu propio trabajo, porque hay demasiadas cosas qué mirar y sobre las que pensar.

*Basándome en Batman, realmente quiero meterme en los aspectos físicos del héroe, el superhéroe. Tengo un reparto enorme de villanos y todos son realmente divertidos. Hay un buen puñado de pequeñas ediciones de la narrativa. Hay algunos pequeños desacuerdos que los monstruos tienen consigo mismos que tienen su reflejo en la historia principal.

*Dar el salto al color supone una nueva forma de pensar, porque de repente es como entrar en una nueva dimensión. El color establece un ambiente y un ritmo y esos otros aspectos, el control de la mirada. Bueno, no quiero decir que sea una dimensión distinta, como 2 dimensiones frente a 3 dimensiones. Sólo que de alguna manera es diferente.

Paul Pope entrevistado por Sean T Collins, para la pagina web de Wizard y traducido por entrecomics.

domingo, 12 de agosto de 2007

Tony Wilson ha muerto


Steve Coogan en “24 hour party people” haciendo de Tony Wilson (1950-2007):

*Sobretodo, amo Manchester. Adoro los boliches hechos mierda, los arcos ferroviarios, las drogas abundantes y baratas. Eso es que le hace, al final, ser lo que es. No el dinero, ni la música, ni siquiera las armas. Tal vez ese sea mi único y heroico defecto: un exceso de orgullo cívico.

*Soy actor de reparto en el medio de mi propia historia.

*El jazz es el último refugio de los músicos sin talento.

*-¿Qué haces?

-¿Qué quieres decir con eso?

-Ya sabes, tu trabajo.

-Ya. Eso. Soy Tony Wilson

martes, 7 de agosto de 2007

relecturas



Volví a leer “La dalia negra” de Ellroy. Me la devoré en tres días. No ha envejecido nada. Está ahí la misma sensación térmica de un horror frío (que sólo ciertas ciudades pueden proyectar) que sentí hace casi quince años, cuando me enfrenté con esa historia de crímenes la primera vez, en una impresentable edición pocket con cubierta metalizada que se me destruyó con los años. La terminé ayer en la mañana. En la noche, vi la segunda mitad de “La ley de la calle”. Misma sensación. Me llamó la atención el humo que siempre circula entre los personajes y que vuelve todo una tragedia insoportable. También recordé la banda sonora. Siempre he odiado a The Police, pero el trabajo de Copeland en la cinta es inquietante: acordes que no llegan a desarrollarse, reggaes etéreos, frases sueltas que suenan a canciones perdidas. Pero me llamó la atención otra cosa: la idea de que en la cinta de Coppola (con en la novela de Hinton) Rusty James se la pasa extrañando un tiempo irrecuperable: la sensación de que la cinta es sobre la resaca de la violencia, el día después de la destrucción de toda épica para su conversión en un melodrama sobre almas perdidas en el Purgatorio esperando –como el Chico de la Moto- acceder a algo parecido al cielo.

sábado, 28 de julio de 2007

Los concejales no saben nada de literatura (picantería porteña)


Los concejales no saben de literatura. Hace unas semanas, la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Valparaíso convocó al filósofo Cristián Vila Riquelme, la académica Darcie Doll y a este redactor para ser evaluadores técnicos del Premio Municipal de Valparaíso versión 2007. Un premio que por cierto, consiste en 100 UF. La idea era la siguiente: se nos entregaban las carpetas de los postulantes y nosotros como especialistas haríamos una suerte de comentario sobre sus méritos literarios.

Hicimos el trabajo seriamente; evaluamos obras y antecedentes, obras y vidas y no hubo demasiada discusión respecto a quien debería ser premiado: Eduardo Correa Olmos era quien tenía más mérito para recibir el galardón. No era demasiado complejo. Correa había recibido premios importantes (el del Consejo del Libro y el Paula) y en los últimos treinta años publicó dos o tres obras canónicas (con “Bar Paradise” y “El incendio de Valparaíso” entre ellas), amén de una trayectoria no menor como académico y ensayista sobre arte. El acta con dicha evaluación era más que clara y evitaba cualquier ambigüedad; Correa le ganaba por paliza al resto de los concursantes.

Lo inquietante es que esa acta (que reseñaba las virtudes más que obvios de Correa) le importó bien poco a los concejales, quienes la miraron por encima y decretaron que el Premio Municipal de Valparaíso (que han recibido entre otros el mismo Vila, Patricio Manns, Ampuero y Juan Cameron) debía recaer en Arturo Morales (1964).

Era su atribución, pero la decisión resulta impresentable por dos razones. La primera es que –respecto a Morales- en el acta se señalaba (cito textual): A pesar de que tiene un trabajo amplio desarrollado en la cultura y la poesía, su trabajo no ha alcanzado la madurez para competir por un galardón que necesariamente reconoce la complejidad de un proyecto escritural mayor. En sus textos no es posible ver un desarrollo de la poesía más allá de lo meramente formal, aunque se presenta en ella una obra promisoria que, sin duda, entregará más y mejores resultados en los años venideros”.

La segunda, con que Morales (a quien no conozco, por cierto, más allá de un par de saludos protocolares) es un poeta menor incluso en el marco de su propia generación, que contiene a gente con una obra literaria bastante más interesante y desarrollada como, por ejemplo, Víctor Rojas Farías (tal vez el mejor memorialista del puerto), Marcelo Novoa (gestor, poeta y editor clave de la escena local) y Sergio Madrid (autor antologado nada más ni nada menos que por Julio Ortega).

Hay que aclarar que los nombres anteriores dan lo mismo. Ninguno de esos poetas postuló al premio. Lo que importa acá es otra cosa: que los concejales se saltaron olímpicamente el acta que habíamos escrito y votaron por Morales en un gesto que más que premiar al autor, lo deshonra. Huele demasiado a arreglo político como para llegar a tener valor canónico o peso estético alguno. En el fondo, literariamente hablando, es mejor los amigos que no te hagan esta clase de favores. Basta pensar del Premio Nacional de Zurita o la impresentable entrega del Premio Municipal de Santiago el año pasado.

Parafraseando al español Javier Cercas cuando habla de los escritores franquistas, Arturo Morales se ganó 100 UF pero perdió con eso la historia de la literatura porteña.

miércoles, 18 de julio de 2007

2022


El pasado era el futuro. Jugábamos flippers y escuchábamos canciones sobre paisajes extraterrestres. Nos inventamos una vez un asesino: un tal J.P. Moraga, que mató a diecinueve mujeres a lo largo demedio siglo. Lo inventamos en los momentos muertos de clases, hace años. Era la época donde desaparecían todas esas pendejas en Alto Hospicio. Siempre estuvimos seguros de que era un serial-killer. Seguros seguros. No podía ser de otra forma. Seguimos por dos años (estábamos en tercero y cuarto medio) las desapariciones. Tenían método, tenían sistema. Habíamos visto demasiadas películas como para no darnos cuenta. J.P. Moraga surgió de eso. Anotamos su nombre en el cuaderno de matemáticas, mientras Fernández nos explicaba unas ecuaciones. Luego, cuando nos fuimos para la casa le dimos un rostro, una historia. J.P. Moraga tenía 75 años, era un anciano respetable, un abuelo, un héroe del pueblo. Alguna vez había postulado para alcalde y perdió. Era democratacristiano. Apoyó el golpe. Era de rigurosa misa dominical. Cantaba en un grupo folclórico que a veces se presentaba en el paseo del muelle. Eso no le impedía matar mujeres: las raptaba en los pueblos cercanos y las llevaba a su parcela en las afueras. Ahí tenía un congelador gigante. Les hacía lo que los asesinos en serie les hacen a sus víctimas. Prefiero no entrar en detalles. J.P. Moraga era frío, su mirada estaba muerta, tras sus arrugas se escondía algún significado del mal. Eso, creo, lo escribimos en un cuaderno. Soñábamos con hacer la película o escribir la novela o ver la historia sintetizada en la parte de atrás de la funda de un video. J.P. Moraga duró un semestre. Poseía una larga lista de víctimas falsas y gigantescas mitologías urbanas. Hicimos un par de veces el recorrido de sus crímenes: partíamos en una urbanización de Huanhualí y seguíamos hasta el sitio baldío que quedaba detrás de una discoteca rodeada de alerces y terminábamos en las puertas de lo que debería haber sido su parcela. Era como seguir a un culpable que no existía, jugar a ser detectives sin serlo. Luego descubrimos que Raúl Méndez vivía en Villa Alemana. Ahí terminamos la broma. Méndez no era literario; no era para reírse. Méndez siempre fue infinitamente más peligroso que Moraga. Más real y cercano, aunque nunca supimos verlo hasta que pasó lo que pasó. Ahora Méndez no importa. Deberíamos haber planeado un encuentro entre ambos: Moraga contra Méndez. ¿Quién ganaría?. Pensé en Moraga y sus crímenes imaginarios. Pensé en lo que sabíamos de Méndez. Méndez, dije. Por paliza. Después nos quedamos en silencio. Mudos. Eso era lo que sabíamos hacer en ese tiempo. Quedarnos mudos. Porque no éramos nadie. No éramos nada. Vivíamos ahí, en Villa Alemana, si es que a eso se le podía llamar vida. Veíamos televisión por cable. Algunas tardes y nos quedábamos pegados hasta el amanecer frente a la pantalla. Odiábamos las teleseries. Escuchábamos a Slayer. Siempre era invierno. Rebobino: escuchábamos música, dábamos vuelta por el centro, mirábamos el cielo negro, éramos fanáticos de la televisión. Eso era todo. No era mucho. No era suficiente. Teníamos planes: ganar la lotería y no trabajar jamás. Teníamos un asesino en serie, nuestro asesino en serie. O dos. Uno era real. Veíamos películas de vampiros. Dábamos vuelta por el cementerio. Llevábamos la cámara de video y grabábamos esos paseos por las tumbas, por aquellos caminos sembrados de animitas pobres de pueblo chico, poniendo nuestros pasos sobre los muertos enterrados en un terreno arcilloso que a veces era arena o barro a secas. Odiábamos a los ancianos, al alcalde, a los profesores. Habíamos salido eximidos del servicio militar por incapacidad física expuesta en certificados falsos. Nos perdíamos en esa comunidad que detestábamos: gente pálida con cara cansada, que daba vuelta por el pueblo en las tardes sin hacer nada, buscando historietas en vez de historias, conversando con otra gente, asistiendo a las patéticas fiestas escolares que hacían en discos que en otro tiempo habían sido centros de tortura. No teníamos nombre, no importaba nuestro nombre, no éramos nadie. Bebíamos cerveza. Éramos personajes de historietas a los que nadie quería dibujar. No teníamos aventuras. Nos conocíamos desde niños. Nuestros padres eran se conocían de toda la vida. Odiábamos el fútbol. Nos acostábamos, nos acostaríamos intermitentemente con las mismas mujeres. Éramos una mierda, una canción sobre la vida en otro planeta, los televidentes de una película en blanco y negro de la que nadie se acordaba, la imagen detenida de un desastre a punto de suceder.

domingo, 15 de julio de 2007

LECTURAS NEGRAS


Leí las últimas dos o tres semanas: "El enigma de París" de De Santis, "La historia de Linsey" de Stephen King"; la biografía de Philip Dick de Emannuel Carrere; "Al oeste del sol, al sur de la frontera" de Murakami y "Porno" de Welsh. Todo estuvo bien, todo estuvo perfecto. Escribiré en algún momento sobre casi todos. Pero me quedo mientras con "Ice Haven" de Dan Clowes: un balde de hielo que he releído una y otra vez y me parece genial o perturbador o lo que sea. Eso. Al diablo Chris Ware y sus truquitos. Clowes no necesita más que la misma cantidad de cuadritos que los de Peanuts para volarte la cabeza.

domingo, 8 de julio de 2007

Romo


Hace tiempo, en un viejo número de la edición argentina de Rolling Stone, un periodista se sumergía en el submundo del sadomasoquismo en Buenos Aires. Visitaba sesiones presididas por dominatrices de diverso cuño mientras hablaba con clientes felices de ser amordazados y golpeados. Al periodista le obsesionaba algo que no podía llegar a comprender: ¿cómo en un país donde se había practicado la tortura de modo institucional, existieran ciudadanos felices de someterse voluntariamente a ella?.

Esa pregunta me volvió a la cabeza esta semana, cuando supe que había muerto Osvaldo Romo. Por supuesto, la noticia me impactó. Romo mató, violó, torturó, delató y estaba orgulloso de eso. Se consideraba a sí mismo un profesional al que habían dejado solo, a su suerte y hasta estos días nos habíamos olvidado de él.

Hace años leí el libro de entrevistas de Nancy Guzmán sobre Romo. Se me hizo insoportable; en cierto modo me enfermé físicamente ante sus páginas, me intoxiqué. Ahora –con Romo muerto- me di cuenta de otra cosa: aquel libro, que revelaba aquella actitud jactanciosa del torturador mientras explicaba los métodos eficaces para desaparecer a sus prisioneros (violentando y lanzando sus cuerpos en el mar o volcanes, mutilando con un “napoleón” sus manos), subrayaba también los alcances de cierta literatura chilena.

A la luz de esas confesiones que habría que revisar textos como “Purgatorio” de Raúl Zurita o “Arte Marcial” de Bruno Vidal. Pensar por un lado, que el primero reafirma que el mejor Zurita (el esencial, no el que va a leerle a los monos del zoológico) siempre estuvo en ese poemario que en el fondo era un ensayo casi testimonial sobre la tortura, donde las secuelas del colapso nacional (y sus marcas sobre el cuerpo del poeta) se convertían en estigmas, al punto que simplemente debía escribir su última parte sobre encefalogramas, sobre su cabeza quebrada. Por otro , habría que ver cómo Vidal toma el camino contrario. Escuchando a Romo su épica sobre torturadores y agentes de la DINA lucía a lo más como una parodia agria, imposible, clausurada de antemano.

Porque Romo es la muerte de las posibilidades de la literatura, pues como tema, como sujeto e hito histórico, recuerda que hay una zona vedada a las palabras, un aspecto de nuestra historia que no podremos procesar jamás. Romo es por supuesto, uno de las mejores encarnaciones del mal (en el caso de que eso exista) que ha fabricado Chile. Una versión sorda, vulgar, hueca, retorcida, podrida al punto de que nadie quiso reclamar su cuerpo.

Pero ese mal supera lo literario. Romo invalida cualquier intento de alegorizar nuestra historia por medio del arte. La poesía y la ficción chilenas –tal como las ha construido nuestra tradición- son demasiado pequeñas e intimistas para hacerse cargo de lo que él significa, porque lo que él significa está en otro lugar. Ese lugar –donde también habita el sueño de una novela imposible de Pinochet- señala lo mínimo de los esfuerzos de la letra frente a la dimensión desnuda de la violencia. Repito: para Romo no quedan palabras y ese detalle es pavoroso. Romo es el horror y el relato de sus crímenes basta por sí solo. No merece una novela o bien merece cien. Ninguna lo explicaría: todas están escritas con un alfabeto insoportable. Nadie las leería, tal vez, porque nadie lo veló ni lo despidió salvo unas monjas que lo sepultaron como un acto de caridad cristiana. Nadie, como en el poema de Pezoa Véliz, quiso decir nada.


domingo, 24 de junio de 2007

el frío misterio


Hay días en los que pienso en que “La nueva novela” de Juan Luis Martínez sí es una novela, que no puede ser otra cosa más que el relato pormenorizado y falso de una secreta catástrofe familiar. Me atrae dicha idea: la de leer al borde un texto borrado por sí mismo de un plumazo, la de meterse en una novela tejida al límite de sus propias imposibilidades o, mejor dicho, de las que otros le asignan. Pienso en que uno de los mejores halagos que puede provocar un relato de esa clase es la perplejidad. O el odio. O el miedo. Detecto ese miedo a ratos, al modo de una delgada sombra. Un miedo al ejercicio de un espacio de escritura que no aspira a la totalidad, un edificio –o una casa, poniéndonos chilenos- más preocupada de la transparencia de su andamiaje que del color local con el que se pinta la fachada. Desde ese lado de la vereda, son comprensibles las reseñas que lectores como Miguel García-Posada o José Promis redactaron a partir de “La vida privada de los árboles” de Alejandro Zambra. Por supuesto, yo no soy nadie para discutir con ellos lo que es o no una novela, pero sí me llama la atención esa desesperada necesidad suya de salir a decir que el libro de Zambra no califica de tal. Me interesa porque creo justamente lo contrario: la posibilidad de dicho libro sea en realidad varias novelas. ¿Cuáles?. Una de terror (que se cuela en la posibilidades de extender una noche de espera hasta el infinito); un policial (desplegado a partir de la pregunta de qué pasó con la mujer del protagonista); una de ciencia ficción (que relata un futuro que es el presente congelado); unde clase (los fragmentos de la vida de una clase media que, hasta este libro, parecía no merecer ser relatada), o una sobre la literatura (que indaga en los límites de lo que puede ser relatado).

No son pocas opciones. Todas abiertas desde el ruido blanco que invade paulatinamente el texto: desesperado en narrar una ausencia, Zambra termina avanzando en los recuerdos conjeturales de sus personajes, para rodear la facilidad obvia de relatar un drama o fingir catárticamente la pena. Por supuesto, una novela “normal” o “chilena”, al modo donosiano, habría hecho eso. En “La vida…” tal paso se evita y se opta por mirar o escribir desde una saudade silenciosa. Zambra prefiere irse por ramas que están, por supuesto, vacías, recortadas en el paisaje eriazo de la vida de los personajes. Así, al texto no le preocupa cumplir aquel pacto entre caballeros (la novela como el artificio que debe contener o aspirar a fingir un mundo completo, al modo del siglo XIX) que un lector más académico propone como condición esencial al género. En medio de un debate sobre qué es la ficción o cuál es su rol, “La vida privada...” elige preguntarse sutilmente por dichos límites, que quizás son imaginarios. Su atrevimiento –como el de “Bonsai”- es que el mismo texto se ofrece como una respuesta elocuente ante tal inquietud. En un universo literario como el chileno –huérfano de un relato total y mesiánico que solucione todos y cada uno de los problemas de nuestro imaginario- el relato de Zambra aparece sugiriendo otras opciones. No todas son agradables pero todas, eso sí, son novelescas. Algunas proponen respuestas sobre cómo narrar o leer en estos días confusos. En todas o casi todas, uno debe internarse en un descampado donde habita lo que Raúl Ruiz llamó alguna vez la “nada chilena” que es, a lo mejor, la conmoción provocada por ese frío misterio que pueden producir a veces las historias o las palabras.

viernes, 15 de junio de 2007

Juan Marino In Memoriam


El recordatorio de algo que no se debe olvidar. Una utopía de la cultura chilena. Enmarqué esta portada del Dr. Mortis hace años y siempre ha estado cerca cuando escribo, como un santito. No sé bien qué significa, pero está ahí. A veces la miro. Lo que me dice –como un oráculo, como la borra de una taza de té- cambia siempre.

lunes, 11 de junio de 2007

Old Boy (el canon del funcionario)


Envejeció y es poeta y piensa a la provincia como un sitio que no lo merece, donde nunca debió haber estado o, peor aún, nacido. Trabaja de funcionario o gestor, pero la poesía es lo que menos le importa. Así son las cosas. Alguna vez publicó dos o tres poemarios que hoy son parte del canon local, que es un canon leve, fantasmal, delicado o grosero. Por supuesto, él le sacó el jugo a esos libros en los karaokes de poesía, adquiriendo poder y visibilidad, yendo y viniendo desde ahí al extranjero, fingiendo exilios y amistades eternas en otras lenguas, un sinnúmero de aventuras falsas. Funcionó. Se quemó en el camino, también. Le vendió al mundo la idea de lo literario como una especie de club social, una corte de videntes que dilata sus conversaciones hasta el amanecer. Pero era falso. Un buen tiempo atrás se había dado cuenta que en el fondo sus palabras estaban secas, que la literatura era a lo más un oficio para pícaros, una carrera de ratas; una revelación amenizada con el sonido de un espejo quebrándose. Aquella carrera, hay que decirlo, la corrió y ganó un par de veces. Consiguió becas, viajes, mujeres, halagos. Supo hacerla. Se volvió tuerto en un país de ciegos. Mientras, con cuidado y esmero construía su lugar en esa provincia que en secreto despreciaba: un pequeño y falso imperio hecho a costa de susurros y favores y poderes y secretos y apretones de manos sellados en cafés entre cuchicheos. Se adjudicó fondos públicos una y otra vez. Otorgó prebendas, favores. En algún momento puso un bar. En algún momento fundó una revista o dos. En algún momento ganó uno o dos premios en el extranjero con poemas que explotaban la miseria de ese paisaje cercano que odiaba, el paisaje agrio de un lugar que no quedaba en ninguna parte, que era a la sumo una ficción. No pudo soportar una reseña literaria más. Dividió el mundo entre amigos y enemigos. Entre los amigos estaban los políticos del pueblo, los gestores culturales, los escritores sin obra, los poetas de bar. En el bando enemigo, algunos poetas jóvenes que no lo tomaban en cuenta, un par de folkloristas, una profesora de castellano que no quiso acostarse con él, todos y cada uno de los escritores de Santiago a los que, indefectiblemente, recibía con los brazos abiertos cuando visitaban el pueblo. Era el sheriff. El alguacil de un municipio fantasma. Por supuesto, nada podía durar para siempre y ese orden, con el paso del tiempo, se volvió precario. Se desvaneció. Él mismo se convirtió en una caricatura. La provincia, se quiera o no, transforma todo en una caricatura. En algún momento los poetas más jóvenes comenzaron a parodiarlo, a burlarse de sus modales de macho anciano, a poner en duda sus saberes. A saltárselo. Disminuyeron las genuflexiones, los besos en el anillo. A alguien se le ocurrió que sabía poco y nada de poesía, que su talento se había agotado. Él estuvo de acuerdo en silencio. Les quitó el saludo a los jóvenes. Los borró de su agenda telefónica. Pero él sabía que era cierto. Sabe que es cierto. Se lo dice a sí mismo cada día. Se lo dice a sí mismo en las salas de espera de las oficinas de los políticos que visita, en el silencio al observar las luces del pueblo prenderse sobre las cerros cada noche. No quiere estar ahí. No quiso estar ahí nunca. La literatura se le dio por accidente, cogió lo que pudo. Consiguió algo. Los premios de consuelo de la carrera: versos sueltos, espejos rotos, la sangre licuada con vinagre. Con gusto los mataría a todos.

*la imagen es de James Jean, el eficaz portadista de "Fables" (Vertigo/DC) , que ilustró también "Garden ruins" de Calexico

viernes, 8 de junio de 2007

shoegazing


Iba a comprar un libro de Bellatín pero después compré otro. Después volví al puerto y me encontré en la micro con un amigo. Mi amigo, que está en la treintena, me habló de un cantante punk argentino con síndrome de Down que estaba haciendo furor en no sé qué parte. A lo mejor el cantante era de folk. Juro que no me estoy inventando. Mi amigo, a todo esto, iba con su madre. En calle Colón, nos despedimos y ellos se bajaron. Pensé en el libro que no compré y en ese cantante que no conozco y cómo ese cantante que no conozco era la música perfecta para el libro que no compré. Luego volví a casa.

* La imagen, cómo no, corresponde a una foto de Diane Arbus

martes, 5 de junio de 2007

fotos


Luego de la masacre de Virginia Tech, no debe faltar el policía dispuesto a buscar asesinos en los cursos de escritura creativa. Porque eso estudiaba Cho Seung-Hui: escribía o quería ser escritor y desataba en el papel fantasías que hubieran hecho felices a algún cultor del teatro in yer face. Hasta ahí todo bien. Pero sucede que Seung-Hui se armó hasta los dientes y mató a decenas de personas, luego de mandar a la NBC una selección de fotos y videos donde aparecía sucesivamente con un martillo en la mano, apuntando con armas automáticas, fingiendo degollarse, mostrando los dientes a la cámara.

Pero Cho Seung-Hui no recordaba en esas fotos sólo a psicópatas cinematográficos. Recordaba también a Yukio Mishima, en esa interminable y fragmentada colección de retratos suyos donde progresivamente adelantaba su propio futuro sacrificial o simplemente eran un esfuerzo desesperado para lucir lo mejor posible en la solapa de sus libros. Fotos inquietantes, que concentraban pavorosamente sus fetiches y cambios cosméticos y lo ligaban a aquel universo de mártires y héroes del que quería ser parte pero no podía, porque él mismo no era más que un chiste, un muerto que llevaba demasiados años vivo.

En algunas de sus fotos, Mishima era San Sebastián, sostenía una espada una y otra vez; aparecía erguido en un balcón lanzando una proclama. En otras, fotograma tras fotograma y wakizashi en mano, Mishima lentamente se abría el vientre y fingía la muerte honrosa que no tendría jamás: imágenes perturbadoras y artificiales donde posaba solazándose con su propia extinción; una pietá a la que nadie llega a asistir. Una muerte fotográfica que lo llenaba de un honor falso que quería remedar el verdadero, aquel de quienes –como los kamikazes- fueron capaces de dar su vida por el Emperador. De ahí que pareciera que el destino final (el secuestro de una autoridad militar, su fallido discurso, su mal ejecutada muerte) de Mishima no fuera nada más que un intento de lucir a la altura de sus propias fotos, de poder habitar aquel imaginario nacionalista para poder sentir que su vida no era una burla , que podía acceder alguna vez a un pedacito de gloria.

Por supuesto, nada de eso se puede decir de Cho Seung-Hui; pero hay algo en estas fotografías de ambos que los hermana, que los acerca. Es como si todas esas instantáneas compusieran una última y secreta novela, un juego macabro donde las trampas de luz y sombra permitieran acceder a una intimidad vedada para la palabra, exhibiendo un rosebud final que permitiera ligar todos los fragmentos de la escritura o la personalidad suyas.

Una especie de teoría: bastaría así mirar las fotos de un autor para comprender cuán profundas son sus aguas, cuán turbias podrían llegar a ser. Por algo Salinger le tiene pavor a las imágenes. Por algo Pynchon en las solapas se presenta a lo más una foto carné que puede ser falsa. Por algo Vonnegut siempre sonríe como si nada le importara.

Por supuesto, Susan Sontag podría explicar todo esto mejor que yo; pero, a la hora de entender qué pasó en Virginia Tech, las fotos de Yukio Mishima, esos apuntes de la crónica de su muerte anunciada, resultan más claros que cualquier clave forense. Mishima y Cho Seung-Hui comparten el misterio, el ansia de revancha, el fetichismo, la estética de una violencia anhelada. Comparten el mismo anhelo roto respecto a la palabra, que nos les alcanza, que les queda corta a la hora de retratar demonios y traumas. Sólo la fotografía penetra en su interior, retratándolos en el segundo exacto en que cambian de piel y se convierten en alguna clase de monstruos.

lunes, 28 de mayo de 2007

Canitrot era de la CNI (algun lugar en la noche)


Fernando Alarcón pudo haber sido nuestro Bill Murray, de haberse logrado sacar de encima a sus dos personajes principales y a todos sus mediocres compañeros, gente como Ravani, Pedreros y Gladys Del Río. Así de bueno era. Criado en nuestra pobrísima versión de Saturday Night Live - aquel Jappening Con Ja que alegraba las noches tristes de la época militar- Alarcón pudo trascender sin esfuerzo sus propias caricaturas hipertrofiadas (Pepito TV y Canitrot) para convertirlas, casi sin esfuerzo en íconos culturales.
Porque si Pepito TV era la exageración –leve en todo caso, sin ser nunca peligrosa- de las muecas de Don Francisco, Canitrot era otra cosa, más real o cercana. Aquel oficinista desgarbado de eterna resaca –y dueño de una retórica superior- representaba en principio el contrabando nostálgico de un lugar imposible en la dictadura: una bohemia que se estiraba a la mañana siguiente en un circuito de discos, boïtes, fuentes de soda, restoranes para trasnochados o marisquerías para componer la caña. Canitrot parecía venir de ahí, de algún lugar en la noche. Alarcón interpretaba la resaca con cierta alegría indisimulada. En el universo de Ravani, lleno de modales autoritarios, Canitrot era un subversivo, la invasión de una zona de placer no permitida en el espacio gris de la oficina.
Patético espacio kafkiano, La Oficina podía ser perfectamente una repartición estatal en baja, uno de esos lugares de los cuales el mismo Estado se desharía sin culpa en la mitad de los 80 en medio de la fiebre neoliberal. Y Canitrot estaba ahí, haciendo como que trabajaba. Era el único vivo en un lugar de muertos. Especie de antihéroe a la deriva, su comedia –a pesar de los otros- siempre pareció desencajada del humor servil de Jorge Pedreros y Eduardo Ravani. Al lado de Espina y Zañatu, Fernando Alarcón brillaba con torcida luz propia.
Pero ¿Dónde pasaba la noche Canitrot? ¿Desde dónde venía? ¿Cuáles eran los boliches donde se perdía y esperaba el amanecer?¿Cuáles eran sus compañeros de juerga?¿Cuál era la ciudad nocturna que conocía como la palma de su mano?
Imposible saberlo con certeza pero hay que acotar que, en país controlado con mano de hierro, era el único sujeto libre, provenía de las tinieblas de quizás de qué lugar, que podía ser la Unión Chica o San Camilo o Bellavista o San Diego o un topless en Banderas o una parrillada en la carretera o un prostíbulo secreto en algún departamento en los altos del Portal Fernández Concha. La nítida imagen que componía Alarcón de él era la del sobreviviente feliz de los excesos de la farra: ojeras, cuello de la camisa abierto, pelo revuelto, sonrisa eterna del diletante.
Hay dos formas de leer lo anterior. En la primera y más obvia –en la que queremos creer, al fin y al cabo- Canitrot era un héroe: al salir y entrar del más allá de La Oficina –ese lado de afuera en la noche que jamás veía el espectador- terminaba representando aquellos pequeños espacios públicos donde la sociabilidad de la República no se había roto, donde los vasos comunicantes entre la ciudadanía todavía vinculaban a las personas. Insomne, Canitrot parecía encarnar una utopía libertaria hecha a la medida de una ciudad intervenida. Carente de cualquier ideología, los márgenes donde se desplazaba el personaje eran inciertos pero atractivos para el espectador. En cierto modo, en el Jappening, Canitrot era el único que se reía, el único que no estaba triste. La bohemia, era a ratos, una opción política, una manera de recordar y vivir la vida nocturna que el golpe del 73 deshizo.
En la segunda, Canitrot era un villano: un amigo de la represión de la época, con chipe libre para trasnochar en medio del toque de queda y del estado de emergencia. Un amigo de los DINOS, de los agentes de seguridad del régimen, de los soplones. Un protegido de los sicarios del Estado que hacía de comparsa simpática de hombres armados hasta los dientes, todos enamorados de vedettes ansiosas por entrar a la tele. Canitrot no acompañaba a los agentes en sus misiones pero tal vez estaba con ellos en sus momentos de esparcimiento y los escuchaba hablar sobre las mesas de algún night club llenas de cocaína y vodka. Canitrot sonría y se hacía el que no entendía mientras sonaba la salsa o el mambo o algún éxito disco a todo volumen en aquellos sótanos llenos de humo y espejos. Le convenía. Tenía manga ancha. Poseía una libertad que otros añoraban. Canitrot callaba mientras los agentes escanciaban una botella de pisco de 40 grados tragos bajo los pies de una bailarina desesperada por conseguir una propina que la sacara de la miseria de la recesión. Canitrot escuchaba conversaciones sobre detenciones, torturas, seguimientos, reuniones y tiroteos y se ría del humor de sus amigos, les daba algún dato de putas, los aconsejaba en sus líos sentimentales. Y cada mañana llegaba de nuevo al trabajo, con una resaca que soportaba apenas, listo para dormir en su cubículo y no hacer nada. Sus jefes no lo podían tocar, no lo podían echar. Tenía santos –o monstruos- en la corte, Zañartu sabía a lo que se arriesgaba si le tocaba un pelo. Lo amenazaba, eso sí, pero nunca alcanzaba a despedirlo del todo porque él y Espina no eran tontos, intuían que el poder que detentaban era menor, un chiste o una parodia de mal gusto, partícipes de una violencia que representaban como títeres descosidos. Y Canitrot seguía ahí, en su escritorio, en las pantallas chilenas.
Fernando Alarcón, tal es mérito, lo interpretaba con tal habilidad que nos hacía olvidar aquella extraña libertad de su vida de party-animal en plena represión. Alarcón, con su carisma disfrazaba esa ubicuidad torcida que el personaje ejercía. Nos hacía simpatizar con él, creerle y quererle en cada una de sus chivas y chapuzas que eran puro teatro, la dramaturgia improvisada de una ciudad despoblada por la violencia y la pobreza. Aquella ciudad que Canitrot contemplaba a diario con los ojos abiertos desde arriba de un Chevrolet Opala o de un Nissan o Fiat , duro como una roca, hediendo a alcohol, al lado de un agente que manejaba con destino a la próxima parada mientras comenta la sangre vertida en cada una de sus cuitas diarias.
Canitrot era ese copiloto que observaba silencioso -desde aquel paraje despoblado de cualquier vida ciudadana- aquellos avisos de neón apagados en un eriazo lleno de edificios muertos que no volverían a prenderse jamás. La ciudad como un cementerio habitado por animales; olvidado, cómo no, por cualquier clase de memoria.

domingo, 27 de mayo de 2007

Dick y nosotros



Cada cierto tiempo, volvemos a Philip K. Dick (ahora que, publicado por The Library of America, ha terminado de ser canonizado) como si se tratara de un oráculo lisérgico y disfuncional, lleno de apocalipsis apócrifos pero cotidianos, estúpidos pero irremediablemente cercanos. Por supuesto, no digo nada nuevo con eso. Con Dick no se puede decir nada nuevo nunca: desde que emergió, en las fronteras de la literatura industrial de los años 50, su obra abordó casi todos los géneros posibles y previó el futuro en infinidad de formas inverosímiles o cercanas hasta convertirse él mismo en personaje arrancado de esas visiones, un profeta que decía venir de un universo paralelo que compuesto tan sólo por él mismo.

Así, leyendo “El hombre en el castillo”, “Ubik” o “Radio Libre Albemut” uno se percata de que la genialidad triste de su obra radica en haber habitado los suburbios de la ciencia ficción poniéndose del lado de los desposeídos, los imbéciles o la gente común de hipotéticos futuros: amas de casa asustadas, comerciantes de medio pelo, telépatas en baja, escritores con problemas alimenticios, funcionarios frustrados.

Gracias a eso, desde acá, desde las traducciones de los libros de Minotauro con las que crecimos, Dick siempre nos pareció un escritor extrañamente empático, alguien que escribía desde un barrio parecido al nuestro, desde aquella frontera donde la cultura canónica se había despedazado y lo único que quedaba era recoger sus fragmentos, pegarlos como se podía y con eso –como quien mira la borra falsa en un taza de Nescafé- tratar de entender promesas no cumplidas del futuro o la literatura.

Porque las paranoias de Dick podían ser una inquietante explicación de nuestra historia continental, llena de guerrillas eternas o relámpago, con personajes pavorosos como Vladimiro Montecinos y dictaduras casi siempre gobernadas por extraterrestres. En estos pagos, muchas veces, el Tercer Reich sí ganó la guerra. Así, en este borde impreciso de América del Sur nos parecía cercano aquel señor Childan, que abría “El hombre en el castillo” comprando y vendiendo la memorabilia de un occidente en extinción, transformando los pedazos de una vida doméstica extinguida en nuestra comedia del arte.

De este modo, edificando un sinnúmero de utopías rotas, la obra Dick parecía esbozar nuestro presente latinoamericano sin querer queriendo: un lugar reinventado a cada rato, hecho con tecnología de segunda mano, en medio de un éter saturado de discursos nacionalistas y autoritarios; las múltiples versiones de historias patrias contradichas hasta quedar vacías.

Así, mal que mal, Dick estaba en lo correcto: no podíamos –no podemos- narrarnos sin volvernos escritores de ciencia ficción empecinados en describir un sinnúmero de distopías. Porque el modo de sospecha y paranoia que Dick proponía –este mundo no existe, todas las palabras son falsas y están encriptadas, el gobierno conspira contra los ciudadanos- lo vivimos en carne propia toda la vida.

Pero si para Dick el problema radicaba en ese trauma del descubrimiento de la falsedad del orden de lo real y la necesidad de una epifanía que viniera a remediar dicha carencia, en América Latina estábamos acostumbrados a esa falta de certeza y sin esforzarnos mucho, traficamos incesantemente con esas verdades, con todas esas revelaciones que nos desbordaron siempre. De ahí que nuestro presente pueda ser, cómo no, una novela de Dick, que le otorga dignidad a esas pequeñas historias desechadas, poniéndole algo de humor a la catátrofe insólita del día a día. Basta ver el noticiario de las nueve de la noche y contemplar esa ciencia no-ficción diaria, una colección mutante y real de relatos sobre ciudadanos que apenas pueden con sus pequeños sueños, infectados por el exceso de información y la violencia, abrumados por un futuro desgastado que se fue a nadie sabe dónde mientras, en otra parte, el universo explota en stéreo y en diez mil pedazos.

domingo, 20 de mayo de 2007

unreal politik!!!


Hoy La Tercera hace una nota sobre los libros de Andrés Velasco y coloca un extracto de una reseña que escribí para Qué Pasa, cuando yo era mala persona y destrozaba a la esforzada literatura nacional sin darme cuenta de su verdadero valor y sus aportes para componer un campo cultural digno del primer mundo. Subo acá el mencionado comentario, sin el cut & paste que hicieron al citarlo en La Tercera. No sé para qué sirve pero creo -a partir de la inquietante polémica que ha desatado la novela de Sebastián Edwards- no está demás chequearlo como un artefacto espacio temporal perdido en la quinta dimensiónshilena.

“Lugares comunes”, Andrés Velasco. Planeta, Santiago, 2003. 261 páginas.

Hay que tener cuidado con los amigos y las solapas: “Lugares comunes” de Andrés Velasco (1960, economista, columnista top, profesor en Harvard y chileno global) viene refrendada con sendos textos de Carlos Franz, Carla Guelfelbein y Gonzalo Contreras. Los tres recomiendan la novela, sugieren interpretaciones y –con cierto paternalismo- le dan autorización a Velasco para ser escritor.

Lo cierto es que no la necesita. “Lugares comunes” es una obra más arriesgada que los textos de Franz, Contreras y Guelfelbein juntos, un puñado de narradores con oficio pero pocas ideas originales. “Lugares comunes” por el contrario está lleno de esas ideas. Tanto que llega a saturar. La historia: en 1987 dos personajes se cruzan recurrentemente en una farsa ecologista políticamente incorrecta. Ambos están fuera de lugar: un yuppie yanqui, gerente de un banco chileno y un chilenito perdido en USA que es dejado a la merced de aristócratas ecologistas, actrices lesbianas y activistas adictos a las cámaras. En el medio, hay un bosque nativo del Sur de Chile, militares, una musa transcontinental y una trama retorcida y desquiciada sobre miseria o la estúpidez de vivir en el país equivocado.

En todo caso, se trata de un texto tambaleante, a Velasco le faltaron páginas. “Lugares comunes” debió de haber tenido 500 en vez de 250. Sus capítulos son demasiados cortos, las escenas jamás salen del esbozo, su afán por ganar velocidad le hace perder sustancia narrativa. Se pierde en la mitad. Ese riesgo lo comprendió el Tom Wolfe de “La hoguera de las vanidades” que es donde yace el modelo del libro: yuppies, alta sociedad neoyorkina, denuncias del doble estándar de la izquierda liberal. Ahí Wolfe arma una comedia literaria que evita la historieta y trabaja durísimo la historia, superando la sátira. Velasco no pasa de esa. Presenta el chiste sin densificarlo. No lo desarrolla. En términos gruesos “Lugares comunes” es más una sit-com que una farsa culterana. Más “Friends” que Woody Allen. El resultado no tiene demasiado sentido, lógica o profundidad pero sí unos cuantos buenos momentos: un gringo que sólo habla con aforismos de Mao, un par de bromas al arte de Damien Hirst y un policía exigiendo un refrigerador como coima.

Pese -y gracias- a eso, Velasco debería ponerse a escribir en serio. Fuera de toda tradición literaria nacional (salvo próceres tipo Enrique Araya) comprende nuestros modales y modelos culturales: una Disneylandia habitada por exiliados de medio pelo, revolucionarios narcisistas, militares afásicos y patrones de fundo sádicos. El problema es que tiene poca empatía local. Es puro humor ABC1, al que le pesa la academia y su sabiduría global: Velasco es demasiado inteligente y culto, y se encarga por demostrarlo. Aunque a veces se pierde, el texto funciona como literatura menor y comedia liviana, virtud amparada por el ojo/oído del autor, intuitivo como pocos al retratar códigos culturales pop e identidades nacionales patéticas. Un ojo tanto o más efectivo que el de la mayoría de sus amigos escritores profesionales, empantanados como están en la –casi siempre inútil- búsqueda de la frase perfecta.

martes, 15 de mayo de 2007

SANTA CLAUS CONQUERS THE MARTIANS!


Alguna vez vi esta cinta en una Navidad. Era horrible y maravillosa a la vez. El cómic es, por cierto, sólo horrible.

domingo, 13 de mayo de 2007

Las Vegas


Soñé que arrasaban Viña. Que la demolían, que era como las Vegas, un paraíso artificial hecho con neones que se apagaban de pronto, con inmensos hoteles arrasados por máquinas que les arrancaban de cuajo las paredes, que tirturaban las separaciones entre piezas, que hacían estallar en llamas las cocinas y los comedores. Soñé eso y un montón de imágenes más: colchas destripadas, el cielo lleno de plumas plásticas levitando en cámara lenta, muñecas y juguetes infantiles rotos o quemados, la cara de esas barbies a las que se les han quemado las pestañas, muñecas que no pueden cerrar los ojos, peluches con el vientre abierto lleno de espuma o poliestileno rojo, triciclos sin ruedas con la pintura descascarada, bicicletas sin asiento que rodaban por pendientes, niños que lanzaban molotovs e incendiaban las jardines del Palacio Cousiño en la noche, flores sin pétalos, la mansión de la Quinta Vergara llena de pacientes anémicos, tísicos que salían de algún hospital, gente amarilla que daba vueltas en bata a la intemperie mientras moría el día, viejos camiones de basura llenos con afiches arrugados de eventos, arrancados de cuajo de los muros, cadáveres tapados con titulares de La Estrella, viejos murales de Recreo que cobraban vida y contaban historias de asesinato e incesto, títeres animados con rutinas pornográficas, historietas que no leía nadie porque no había nadie en mis sueños. Estaban vacíos. En eso se parecían a Viña, en que no había nadie a la vista, eran decorados vacíos, imágenes de ruina, materiales de demolición.

90 minutos en palermo


Fuimos por “El desierto y su semilla”, la única novela de Jorge Barón Biza, a una librería de Palermo Soho. Mauro Libertella me lo había recomendado. Barón Biza fue el último de una casta de suicidas argentinos. Su padre le había lanzado ácido en la cara a su madre. Su padre –playboy, escritor, político- le había erigido a su primera mujer –una aviadora- un monumento de 80 metros de altura que, además, era un tumba protegida de los profanadores por explosivos. Por supuesto, no encontré el libro. Pero encontré otras cosas: un libro de ensayos de Elvio Gandolfo, una versión cartonera de Lihn, un Laiseca con Betty Page desnuda en la portada. Salimos de la librería. Por calle Thames pasó Fogwill o un clon de Fogwill en un auto pequeño, manejando con un cigarrillo en la boca. Nos subimos a un taxi. El taxista avanzó por calles sombrías y llenas de carnicerías y tiendas de ropa usada mientras sonaba un cedé de Haendel. El taxista tenía barba como la de Charles Manson. Le pregunté por un inmenso edificio quemado en las cercanías de la línea del tren. Murmuró algo inentendible. Desde las ventanas sin vidrios y llenas de hollín del lugar, se veía ropa colgada. Las prendas de las personas que habitaban ese espacio incendiado. El taxi enfiló hacia Avenida Alcorta, al MALBA, que era donde nos dirigíamos. Le preguntamos al taxista por un par monumentos de un parque gigantesco. Dijo que él veía los monumentos a su modo. El primero, dijo, le parecía un platillo volador. El segundo, estaba seguro, representaba una mujer que se estaba fornicando con la bestia de siete cabezas. Le pregunté por dicha bestia. Citó a San Juan, la ultraizquierda y luego cantó una canción que había escrito. Más bien la recitó. El taxímetro marcaba 10 pesos. La canción hablaba del fin del mundo, hablaba de la ausencia de Dios; hablaba de los niños que hurgaban las bolsas de basura. La ciudad, desde el taxi, lucía despoblada, abandonada. No bajamos a una cuadra del museo. Había gente paseando perros. Nos metimos al MALBA. Fuimos directo a ver “Heaven & Hell”, la muestra fotográfica de David LaChapelle. LaChapelle ha trabajado para Rolling Stone y Vanity Fair, por ejemplo. A los 18 le hizo un retrato a Warhol, que murió poco después. En aquel retrato el creador del pop-art emerge borrroso de la oscuridad, como una señal de humo o un fantasma. Al parecer, dice la leyenda, es su última foto. Es el único trabajo difuso del autor que vimos, porque en las imágenes expuestas por LaChapelle el glamour siempre cede paso, con una nitidez pavorosa, a la monstruosidad: una drag queen parodia a Liz Taylor; Marilyn Manson es el guardia de tránsito de un colegio; Angelina Jolie es congelada en el momento exacto del orgasmo; varias supermodelos posan de manera impecable con casas devastadas detrás suyo; Courtney Love fuma un cigarrillo en una pieza arrasada donde cuelga en la pared un corazón rojo; una mujer gorda yace desnuda en una cápsula de vidrio sobre un campo verde que se extiende hacia el horizonte. Todas son fotos que, por cierto, parecen cuentos o, mejor dicho, epílogos de cuentos. Los momentos finales de relatos o lugares arrasados. Y hay algo en ellas que me recuerda a Buenos Aires, a Palermo, porque puede ser que, como en la ciudad, en esas imágenes se superpongan infinitas capas de horror y esplendor, ante un visitante que las contempla en tanto señales del fin del mundo. Imágenes incesantes, esquirlas estallando en el ojo del viajero. Destellos –como la genealogía fatal de Barón Biza, la extraña canción del taxista, el cigarrillo de Fogwill- que poseen una textura plástica parecida, cómo no, a la de la literatura.