martes, 15 de mayo de 2007

SANTA CLAUS CONQUERS THE MARTIANS!


Alguna vez vi esta cinta en una Navidad. Era horrible y maravillosa a la vez. El cómic es, por cierto, sólo horrible.

domingo, 13 de mayo de 2007

Las Vegas


Soñé que arrasaban Viña. Que la demolían, que era como las Vegas, un paraíso artificial hecho con neones que se apagaban de pronto, con inmensos hoteles arrasados por máquinas que les arrancaban de cuajo las paredes, que tirturaban las separaciones entre piezas, que hacían estallar en llamas las cocinas y los comedores. Soñé eso y un montón de imágenes más: colchas destripadas, el cielo lleno de plumas plásticas levitando en cámara lenta, muñecas y juguetes infantiles rotos o quemados, la cara de esas barbies a las que se les han quemado las pestañas, muñecas que no pueden cerrar los ojos, peluches con el vientre abierto lleno de espuma o poliestileno rojo, triciclos sin ruedas con la pintura descascarada, bicicletas sin asiento que rodaban por pendientes, niños que lanzaban molotovs e incendiaban las jardines del Palacio Cousiño en la noche, flores sin pétalos, la mansión de la Quinta Vergara llena de pacientes anémicos, tísicos que salían de algún hospital, gente amarilla que daba vueltas en bata a la intemperie mientras moría el día, viejos camiones de basura llenos con afiches arrugados de eventos, arrancados de cuajo de los muros, cadáveres tapados con titulares de La Estrella, viejos murales de Recreo que cobraban vida y contaban historias de asesinato e incesto, títeres animados con rutinas pornográficas, historietas que no leía nadie porque no había nadie en mis sueños. Estaban vacíos. En eso se parecían a Viña, en que no había nadie a la vista, eran decorados vacíos, imágenes de ruina, materiales de demolición.

90 minutos en palermo


Fuimos por “El desierto y su semilla”, la única novela de Jorge Barón Biza, a una librería de Palermo Soho. Mauro Libertella me lo había recomendado. Barón Biza fue el último de una casta de suicidas argentinos. Su padre le había lanzado ácido en la cara a su madre. Su padre –playboy, escritor, político- le había erigido a su primera mujer –una aviadora- un monumento de 80 metros de altura que, además, era un tumba protegida de los profanadores por explosivos. Por supuesto, no encontré el libro. Pero encontré otras cosas: un libro de ensayos de Elvio Gandolfo, una versión cartonera de Lihn, un Laiseca con Betty Page desnuda en la portada. Salimos de la librería. Por calle Thames pasó Fogwill o un clon de Fogwill en un auto pequeño, manejando con un cigarrillo en la boca. Nos subimos a un taxi. El taxista avanzó por calles sombrías y llenas de carnicerías y tiendas de ropa usada mientras sonaba un cedé de Haendel. El taxista tenía barba como la de Charles Manson. Le pregunté por un inmenso edificio quemado en las cercanías de la línea del tren. Murmuró algo inentendible. Desde las ventanas sin vidrios y llenas de hollín del lugar, se veía ropa colgada. Las prendas de las personas que habitaban ese espacio incendiado. El taxi enfiló hacia Avenida Alcorta, al MALBA, que era donde nos dirigíamos. Le preguntamos al taxista por un par monumentos de un parque gigantesco. Dijo que él veía los monumentos a su modo. El primero, dijo, le parecía un platillo volador. El segundo, estaba seguro, representaba una mujer que se estaba fornicando con la bestia de siete cabezas. Le pregunté por dicha bestia. Citó a San Juan, la ultraizquierda y luego cantó una canción que había escrito. Más bien la recitó. El taxímetro marcaba 10 pesos. La canción hablaba del fin del mundo, hablaba de la ausencia de Dios; hablaba de los niños que hurgaban las bolsas de basura. La ciudad, desde el taxi, lucía despoblada, abandonada. No bajamos a una cuadra del museo. Había gente paseando perros. Nos metimos al MALBA. Fuimos directo a ver “Heaven & Hell”, la muestra fotográfica de David LaChapelle. LaChapelle ha trabajado para Rolling Stone y Vanity Fair, por ejemplo. A los 18 le hizo un retrato a Warhol, que murió poco después. En aquel retrato el creador del pop-art emerge borrroso de la oscuridad, como una señal de humo o un fantasma. Al parecer, dice la leyenda, es su última foto. Es el único trabajo difuso del autor que vimos, porque en las imágenes expuestas por LaChapelle el glamour siempre cede paso, con una nitidez pavorosa, a la monstruosidad: una drag queen parodia a Liz Taylor; Marilyn Manson es el guardia de tránsito de un colegio; Angelina Jolie es congelada en el momento exacto del orgasmo; varias supermodelos posan de manera impecable con casas devastadas detrás suyo; Courtney Love fuma un cigarrillo en una pieza arrasada donde cuelga en la pared un corazón rojo; una mujer gorda yace desnuda en una cápsula de vidrio sobre un campo verde que se extiende hacia el horizonte. Todas son fotos que, por cierto, parecen cuentos o, mejor dicho, epílogos de cuentos. Los momentos finales de relatos o lugares arrasados. Y hay algo en ellas que me recuerda a Buenos Aires, a Palermo, porque puede ser que, como en la ciudad, en esas imágenes se superpongan infinitas capas de horror y esplendor, ante un visitante que las contempla en tanto señales del fin del mundo. Imágenes incesantes, esquirlas estallando en el ojo del viajero. Destellos –como la genealogía fatal de Barón Biza, la extraña canción del taxista, el cigarrillo de Fogwill- que poseen una textura plástica parecida, cómo no, a la de la literatura.