viernes, 8 de junio de 2007

shoegazing


Iba a comprar un libro de Bellatín pero después compré otro. Después volví al puerto y me encontré en la micro con un amigo. Mi amigo, que está en la treintena, me habló de un cantante punk argentino con síndrome de Down que estaba haciendo furor en no sé qué parte. A lo mejor el cantante era de folk. Juro que no me estoy inventando. Mi amigo, a todo esto, iba con su madre. En calle Colón, nos despedimos y ellos se bajaron. Pensé en el libro que no compré y en ese cantante que no conozco y cómo ese cantante que no conozco era la música perfecta para el libro que no compré. Luego volví a casa.

* La imagen, cómo no, corresponde a una foto de Diane Arbus

martes, 5 de junio de 2007

fotos


Luego de la masacre de Virginia Tech, no debe faltar el policía dispuesto a buscar asesinos en los cursos de escritura creativa. Porque eso estudiaba Cho Seung-Hui: escribía o quería ser escritor y desataba en el papel fantasías que hubieran hecho felices a algún cultor del teatro in yer face. Hasta ahí todo bien. Pero sucede que Seung-Hui se armó hasta los dientes y mató a decenas de personas, luego de mandar a la NBC una selección de fotos y videos donde aparecía sucesivamente con un martillo en la mano, apuntando con armas automáticas, fingiendo degollarse, mostrando los dientes a la cámara.

Pero Cho Seung-Hui no recordaba en esas fotos sólo a psicópatas cinematográficos. Recordaba también a Yukio Mishima, en esa interminable y fragmentada colección de retratos suyos donde progresivamente adelantaba su propio futuro sacrificial o simplemente eran un esfuerzo desesperado para lucir lo mejor posible en la solapa de sus libros. Fotos inquietantes, que concentraban pavorosamente sus fetiches y cambios cosméticos y lo ligaban a aquel universo de mártires y héroes del que quería ser parte pero no podía, porque él mismo no era más que un chiste, un muerto que llevaba demasiados años vivo.

En algunas de sus fotos, Mishima era San Sebastián, sostenía una espada una y otra vez; aparecía erguido en un balcón lanzando una proclama. En otras, fotograma tras fotograma y wakizashi en mano, Mishima lentamente se abría el vientre y fingía la muerte honrosa que no tendría jamás: imágenes perturbadoras y artificiales donde posaba solazándose con su propia extinción; una pietá a la que nadie llega a asistir. Una muerte fotográfica que lo llenaba de un honor falso que quería remedar el verdadero, aquel de quienes –como los kamikazes- fueron capaces de dar su vida por el Emperador. De ahí que pareciera que el destino final (el secuestro de una autoridad militar, su fallido discurso, su mal ejecutada muerte) de Mishima no fuera nada más que un intento de lucir a la altura de sus propias fotos, de poder habitar aquel imaginario nacionalista para poder sentir que su vida no era una burla , que podía acceder alguna vez a un pedacito de gloria.

Por supuesto, nada de eso se puede decir de Cho Seung-Hui; pero hay algo en estas fotografías de ambos que los hermana, que los acerca. Es como si todas esas instantáneas compusieran una última y secreta novela, un juego macabro donde las trampas de luz y sombra permitieran acceder a una intimidad vedada para la palabra, exhibiendo un rosebud final que permitiera ligar todos los fragmentos de la escritura o la personalidad suyas.

Una especie de teoría: bastaría así mirar las fotos de un autor para comprender cuán profundas son sus aguas, cuán turbias podrían llegar a ser. Por algo Salinger le tiene pavor a las imágenes. Por algo Pynchon en las solapas se presenta a lo más una foto carné que puede ser falsa. Por algo Vonnegut siempre sonríe como si nada le importara.

Por supuesto, Susan Sontag podría explicar todo esto mejor que yo; pero, a la hora de entender qué pasó en Virginia Tech, las fotos de Yukio Mishima, esos apuntes de la crónica de su muerte anunciada, resultan más claros que cualquier clave forense. Mishima y Cho Seung-Hui comparten el misterio, el ansia de revancha, el fetichismo, la estética de una violencia anhelada. Comparten el mismo anhelo roto respecto a la palabra, que nos les alcanza, que les queda corta a la hora de retratar demonios y traumas. Sólo la fotografía penetra en su interior, retratándolos en el segundo exacto en que cambian de piel y se convierten en alguna clase de monstruos.