lunes, 28 de mayo de 2007

Canitrot era de la CNI (algun lugar en la noche)


Fernando Alarcón pudo haber sido nuestro Bill Murray, de haberse logrado sacar de encima a sus dos personajes principales y a todos sus mediocres compañeros, gente como Ravani, Pedreros y Gladys Del Río. Así de bueno era. Criado en nuestra pobrísima versión de Saturday Night Live - aquel Jappening Con Ja que alegraba las noches tristes de la época militar- Alarcón pudo trascender sin esfuerzo sus propias caricaturas hipertrofiadas (Pepito TV y Canitrot) para convertirlas, casi sin esfuerzo en íconos culturales.
Porque si Pepito TV era la exageración –leve en todo caso, sin ser nunca peligrosa- de las muecas de Don Francisco, Canitrot era otra cosa, más real o cercana. Aquel oficinista desgarbado de eterna resaca –y dueño de una retórica superior- representaba en principio el contrabando nostálgico de un lugar imposible en la dictadura: una bohemia que se estiraba a la mañana siguiente en un circuito de discos, boïtes, fuentes de soda, restoranes para trasnochados o marisquerías para componer la caña. Canitrot parecía venir de ahí, de algún lugar en la noche. Alarcón interpretaba la resaca con cierta alegría indisimulada. En el universo de Ravani, lleno de modales autoritarios, Canitrot era un subversivo, la invasión de una zona de placer no permitida en el espacio gris de la oficina.
Patético espacio kafkiano, La Oficina podía ser perfectamente una repartición estatal en baja, uno de esos lugares de los cuales el mismo Estado se desharía sin culpa en la mitad de los 80 en medio de la fiebre neoliberal. Y Canitrot estaba ahí, haciendo como que trabajaba. Era el único vivo en un lugar de muertos. Especie de antihéroe a la deriva, su comedia –a pesar de los otros- siempre pareció desencajada del humor servil de Jorge Pedreros y Eduardo Ravani. Al lado de Espina y Zañatu, Fernando Alarcón brillaba con torcida luz propia.
Pero ¿Dónde pasaba la noche Canitrot? ¿Desde dónde venía? ¿Cuáles eran los boliches donde se perdía y esperaba el amanecer?¿Cuáles eran sus compañeros de juerga?¿Cuál era la ciudad nocturna que conocía como la palma de su mano?
Imposible saberlo con certeza pero hay que acotar que, en país controlado con mano de hierro, era el único sujeto libre, provenía de las tinieblas de quizás de qué lugar, que podía ser la Unión Chica o San Camilo o Bellavista o San Diego o un topless en Banderas o una parrillada en la carretera o un prostíbulo secreto en algún departamento en los altos del Portal Fernández Concha. La nítida imagen que componía Alarcón de él era la del sobreviviente feliz de los excesos de la farra: ojeras, cuello de la camisa abierto, pelo revuelto, sonrisa eterna del diletante.
Hay dos formas de leer lo anterior. En la primera y más obvia –en la que queremos creer, al fin y al cabo- Canitrot era un héroe: al salir y entrar del más allá de La Oficina –ese lado de afuera en la noche que jamás veía el espectador- terminaba representando aquellos pequeños espacios públicos donde la sociabilidad de la República no se había roto, donde los vasos comunicantes entre la ciudadanía todavía vinculaban a las personas. Insomne, Canitrot parecía encarnar una utopía libertaria hecha a la medida de una ciudad intervenida. Carente de cualquier ideología, los márgenes donde se desplazaba el personaje eran inciertos pero atractivos para el espectador. En cierto modo, en el Jappening, Canitrot era el único que se reía, el único que no estaba triste. La bohemia, era a ratos, una opción política, una manera de recordar y vivir la vida nocturna que el golpe del 73 deshizo.
En la segunda, Canitrot era un villano: un amigo de la represión de la época, con chipe libre para trasnochar en medio del toque de queda y del estado de emergencia. Un amigo de los DINOS, de los agentes de seguridad del régimen, de los soplones. Un protegido de los sicarios del Estado que hacía de comparsa simpática de hombres armados hasta los dientes, todos enamorados de vedettes ansiosas por entrar a la tele. Canitrot no acompañaba a los agentes en sus misiones pero tal vez estaba con ellos en sus momentos de esparcimiento y los escuchaba hablar sobre las mesas de algún night club llenas de cocaína y vodka. Canitrot sonría y se hacía el que no entendía mientras sonaba la salsa o el mambo o algún éxito disco a todo volumen en aquellos sótanos llenos de humo y espejos. Le convenía. Tenía manga ancha. Poseía una libertad que otros añoraban. Canitrot callaba mientras los agentes escanciaban una botella de pisco de 40 grados tragos bajo los pies de una bailarina desesperada por conseguir una propina que la sacara de la miseria de la recesión. Canitrot escuchaba conversaciones sobre detenciones, torturas, seguimientos, reuniones y tiroteos y se ría del humor de sus amigos, les daba algún dato de putas, los aconsejaba en sus líos sentimentales. Y cada mañana llegaba de nuevo al trabajo, con una resaca que soportaba apenas, listo para dormir en su cubículo y no hacer nada. Sus jefes no lo podían tocar, no lo podían echar. Tenía santos –o monstruos- en la corte, Zañartu sabía a lo que se arriesgaba si le tocaba un pelo. Lo amenazaba, eso sí, pero nunca alcanzaba a despedirlo del todo porque él y Espina no eran tontos, intuían que el poder que detentaban era menor, un chiste o una parodia de mal gusto, partícipes de una violencia que representaban como títeres descosidos. Y Canitrot seguía ahí, en su escritorio, en las pantallas chilenas.
Fernando Alarcón, tal es mérito, lo interpretaba con tal habilidad que nos hacía olvidar aquella extraña libertad de su vida de party-animal en plena represión. Alarcón, con su carisma disfrazaba esa ubicuidad torcida que el personaje ejercía. Nos hacía simpatizar con él, creerle y quererle en cada una de sus chivas y chapuzas que eran puro teatro, la dramaturgia improvisada de una ciudad despoblada por la violencia y la pobreza. Aquella ciudad que Canitrot contemplaba a diario con los ojos abiertos desde arriba de un Chevrolet Opala o de un Nissan o Fiat , duro como una roca, hediendo a alcohol, al lado de un agente que manejaba con destino a la próxima parada mientras comenta la sangre vertida en cada una de sus cuitas diarias.
Canitrot era ese copiloto que observaba silencioso -desde aquel paraje despoblado de cualquier vida ciudadana- aquellos avisos de neón apagados en un eriazo lleno de edificios muertos que no volverían a prenderse jamás. La ciudad como un cementerio habitado por animales; olvidado, cómo no, por cualquier clase de memoria.

domingo, 27 de mayo de 2007

Dick y nosotros



Cada cierto tiempo, volvemos a Philip K. Dick (ahora que, publicado por The Library of America, ha terminado de ser canonizado) como si se tratara de un oráculo lisérgico y disfuncional, lleno de apocalipsis apócrifos pero cotidianos, estúpidos pero irremediablemente cercanos. Por supuesto, no digo nada nuevo con eso. Con Dick no se puede decir nada nuevo nunca: desde que emergió, en las fronteras de la literatura industrial de los años 50, su obra abordó casi todos los géneros posibles y previó el futuro en infinidad de formas inverosímiles o cercanas hasta convertirse él mismo en personaje arrancado de esas visiones, un profeta que decía venir de un universo paralelo que compuesto tan sólo por él mismo.

Así, leyendo “El hombre en el castillo”, “Ubik” o “Radio Libre Albemut” uno se percata de que la genialidad triste de su obra radica en haber habitado los suburbios de la ciencia ficción poniéndose del lado de los desposeídos, los imbéciles o la gente común de hipotéticos futuros: amas de casa asustadas, comerciantes de medio pelo, telépatas en baja, escritores con problemas alimenticios, funcionarios frustrados.

Gracias a eso, desde acá, desde las traducciones de los libros de Minotauro con las que crecimos, Dick siempre nos pareció un escritor extrañamente empático, alguien que escribía desde un barrio parecido al nuestro, desde aquella frontera donde la cultura canónica se había despedazado y lo único que quedaba era recoger sus fragmentos, pegarlos como se podía y con eso –como quien mira la borra falsa en un taza de Nescafé- tratar de entender promesas no cumplidas del futuro o la literatura.

Porque las paranoias de Dick podían ser una inquietante explicación de nuestra historia continental, llena de guerrillas eternas o relámpago, con personajes pavorosos como Vladimiro Montecinos y dictaduras casi siempre gobernadas por extraterrestres. En estos pagos, muchas veces, el Tercer Reich sí ganó la guerra. Así, en este borde impreciso de América del Sur nos parecía cercano aquel señor Childan, que abría “El hombre en el castillo” comprando y vendiendo la memorabilia de un occidente en extinción, transformando los pedazos de una vida doméstica extinguida en nuestra comedia del arte.

De este modo, edificando un sinnúmero de utopías rotas, la obra Dick parecía esbozar nuestro presente latinoamericano sin querer queriendo: un lugar reinventado a cada rato, hecho con tecnología de segunda mano, en medio de un éter saturado de discursos nacionalistas y autoritarios; las múltiples versiones de historias patrias contradichas hasta quedar vacías.

Así, mal que mal, Dick estaba en lo correcto: no podíamos –no podemos- narrarnos sin volvernos escritores de ciencia ficción empecinados en describir un sinnúmero de distopías. Porque el modo de sospecha y paranoia que Dick proponía –este mundo no existe, todas las palabras son falsas y están encriptadas, el gobierno conspira contra los ciudadanos- lo vivimos en carne propia toda la vida.

Pero si para Dick el problema radicaba en ese trauma del descubrimiento de la falsedad del orden de lo real y la necesidad de una epifanía que viniera a remediar dicha carencia, en América Latina estábamos acostumbrados a esa falta de certeza y sin esforzarnos mucho, traficamos incesantemente con esas verdades, con todas esas revelaciones que nos desbordaron siempre. De ahí que nuestro presente pueda ser, cómo no, una novela de Dick, que le otorga dignidad a esas pequeñas historias desechadas, poniéndole algo de humor a la catátrofe insólita del día a día. Basta ver el noticiario de las nueve de la noche y contemplar esa ciencia no-ficción diaria, una colección mutante y real de relatos sobre ciudadanos que apenas pueden con sus pequeños sueños, infectados por el exceso de información y la violencia, abrumados por un futuro desgastado que se fue a nadie sabe dónde mientras, en otra parte, el universo explota en stéreo y en diez mil pedazos.