lunes, 18 de agosto de 2008

lunes, 1 de octubre de 2007

desolación


Oportuno: Naín Nómez incluyó a Violeta Parra en el tomo IV de su “Antología crítica de la poesía chilena” en el momento justo en que se cumplen 40 años de su muerte. Nómez repite el gesto de Erwin Díaz y de los viejos textos compilatorios de Juan Andrés Piña mientras subraya algo que ya sabíamos pero que no está demás recordar: a Violeta Parra hay que leerla.

Pero hacer eso puede ser peligroso. Sus textos son poesía, pero también hablan desde otro lugar, más espinoso, menos cómodo. Porque pocos escritores chilenos poseen la nitidez de Violeta Parra a la hora de relatar su propio dolor. Para ella, no hay metáforas: el sufrimiento –privado o social- se expone de manera directa, sin concesiones. Hay valentía en eso, pero también masoquismo. Sus letras –al azar “Maldigo del alto cielo”, “Corazón maldito”, “Rin del angelito”- son actos de exhibicionismo donde el yo poético deja su piel a la intemperie, desmembrándose, contemplando frenético las cicatrices de su propia biografía.

Hay, por cierto, una distancia demoledora entre esa Violeta y la de su imagen canonizada. Así, su reciente resurrección literaria nos lanza a la cara esa honestidad brutal que es su mejor de su legado. Porque Violeta Parra –en el link con la tradición- puede ser la mejor heredera de la Mistral pero también su reverso: si esta última sabe clausurarse para facturar un arte de sus silencios y distancias, Parra, por el contrario, se escribe como un cuerpo quebrado “sin médula y sin sustancia”, clasificando dolores, como si no conociera otro lenguaje que el de su padecimiento.

Llama la atención, de este modo, que el rescate de la oralidad profunda –vía las décimas- devenga a veces en aquella desolación, una clase de martirio emocional donde ni la lengua puede penetrar. “Cuánto será mi dolor” repite Violeta Parra una y otra vez y sí, sabemos que su malestar es inconmensurable e insoportable, que se trata de algo que borra la patria, el paisaje o la memoria. De este modo, mientras más se la lee, más aparece ese universo precario lleno de imágenes brutales: palomas degolladas, libros que no se pueden volver a mirar, amantes desaparecidos en el norte, novias muertas de males inclasificables; una suerte de deterioro de la vida privada – la suya, la de todos- enumerado una y otra vez hasta la extenuación.

Así, su obra es la tragedia griega de nuestro siglo XX, un drama que camina silenciosamente hacia el desastre. Están ahí la violencia, la fatalidad, el hambre, el abandono, la muerte, al punto de que haya escrito “Gracias a la vida” parece casi una ironía, una broma a contrapelo de sí misma, un último descanso antes de saltar por la borda. Experta en demasiadas artes, pareciera que la música y las palabras no le alcanzaron para decir lo que quería, ni para salvarse de sí misma. De ahí que sus mejores obras posean una transparencia que asusta; las señales de una catástrofe inminente incubándose verso tras verso, como si la autora se fuera desnudando hasta convertirse ella misma en una tierra baldía.

Escribir sobre ella, leerla, es someterse a los fotogramas dispersos de una road movie alegórica: la de una mujer buscando en pueblos perdidos las últimas señales de la verdadera canción chilena, mientras anota versiones apócrifas y aprende –para poner en práctica luego- la cristalería de un habla en desaparición. Pero Violeta Parra es otra cosa: la redactora secreta y azarosa de nuestro propio “Pedro Páramo”, de aquella Comala que es Chile, ese otro lugar donde es atrapada por fantasmas de carne y hueso y devorada por sus propias palabras.

sábado, 18 de agosto de 2007

Paul Pope / Pulphope


*Estoy a favor de la habilidad. [La dicotomía high-art/low-art] es otra cosa que merece la pena ser destruída, diría, porque me parece que es una intimidación. Eso beneficia a los responsables de los museos. Realmente no beneficia a la gente creativa. Nunca me he sentido cómodo con eso, especialmente considerando que en la escuela de arte, donde yo fui a la escuela, había un gran prejuicio a favor de las video-artes, el trabajo conceptual, las performances. Algo que estuviera basado en técnicas tradicionales –tanto impresión como dibujos al natural, que es en lo que yo estaba interesado, y habilidad en el dibujo- se miraba despectivamente, lo que realmente me molestaba. Fui expulsado de la escuela de arte, pero finalmente llegué al punto en que podía tomar un cepillo de dientes como proyecto y muchas veces conseguía notas realmente buenas simplemente porque jugaba su juego.

*Spiegelman dijo esto hace siglos. Dijo que todas las formas de comunicación desfasadas se convierten en arte porque se vuelven inútiles.

*Quiero decir, las películas son películas. Son cine. Vas al cine, y las ves y son una proyección de luz, pero en realidad lo que cuenta es la experinecia. Estoy seguro de que la película Transformers está diseñada para ser vista a cámara lenta en un portátil. Puede tener cantidad de propósitos. El virus Transformer, tal como es, puede darse en juguetes y existirá en juegos y existirá en comic-books. Eso es una buena noticia, aparte del hecho de que Disney ganó el copyright y la lucha por el dominio público, y Superman ganará después. Es una buena noticia para los iconos establecidos del entretenimiento. Es bueno para Elvis.

*Si te fijas en alguien como Oscar Wilde, probablemente podrías describirlo como un rock star en cierto modo. Él era ese personaje más grande que la vida. No sé. Creo que lo que es importante ahora cuando miro a los músicos que respeto o los artistas que respeto, alquien como Matthew Barney, tiene que ver con que realmente te guste, con que creas en lo que hacen. Suena banal, pero que sean definidos y determinados en lo que respecta a su expresión. En definitiva, simplemente fabricamos ideas y las presentamos en algún formato.

*En todo caso, he reducido mi biblioteca de cómics básicamente a los 5 primeros años de Heavy Metal, el manga que me gusta y algunos artistas europeos. Hay un par de excepciones, Jeff Smith, Jim WoodringHugo Pratt, pero él es europeo. En cierto punto tienes que cerrar el grifo y mirar hacia tu propio trabajo, porque hay demasiadas cosas qué mirar y sobre las que pensar.

*Basándome en Batman, realmente quiero meterme en los aspectos físicos del héroe, el superhéroe. Tengo un reparto enorme de villanos y todos son realmente divertidos. Hay un buen puñado de pequeñas ediciones de la narrativa. Hay algunos pequeños desacuerdos que los monstruos tienen consigo mismos que tienen su reflejo en la historia principal.

*Dar el salto al color supone una nueva forma de pensar, porque de repente es como entrar en una nueva dimensión. El color establece un ambiente y un ritmo y esos otros aspectos, el control de la mirada. Bueno, no quiero decir que sea una dimensión distinta, como 2 dimensiones frente a 3 dimensiones. Sólo que de alguna manera es diferente.

Paul Pope entrevistado por Sean T Collins, para la pagina web de Wizard y traducido por entrecomics.

domingo, 12 de agosto de 2007

Tony Wilson ha muerto


Steve Coogan en “24 hour party people” haciendo de Tony Wilson (1950-2007):

*Sobretodo, amo Manchester. Adoro los boliches hechos mierda, los arcos ferroviarios, las drogas abundantes y baratas. Eso es que le hace, al final, ser lo que es. No el dinero, ni la música, ni siquiera las armas. Tal vez ese sea mi único y heroico defecto: un exceso de orgullo cívico.

*Soy actor de reparto en el medio de mi propia historia.

*El jazz es el último refugio de los músicos sin talento.

*-¿Qué haces?

-¿Qué quieres decir con eso?

-Ya sabes, tu trabajo.

-Ya. Eso. Soy Tony Wilson

martes, 7 de agosto de 2007

relecturas



Volví a leer “La dalia negra” de Ellroy. Me la devoré en tres días. No ha envejecido nada. Está ahí la misma sensación térmica de un horror frío (que sólo ciertas ciudades pueden proyectar) que sentí hace casi quince años, cuando me enfrenté con esa historia de crímenes la primera vez, en una impresentable edición pocket con cubierta metalizada que se me destruyó con los años. La terminé ayer en la mañana. En la noche, vi la segunda mitad de “La ley de la calle”. Misma sensación. Me llamó la atención el humo que siempre circula entre los personajes y que vuelve todo una tragedia insoportable. También recordé la banda sonora. Siempre he odiado a The Police, pero el trabajo de Copeland en la cinta es inquietante: acordes que no llegan a desarrollarse, reggaes etéreos, frases sueltas que suenan a canciones perdidas. Pero me llamó la atención otra cosa: la idea de que en la cinta de Coppola (con en la novela de Hinton) Rusty James se la pasa extrañando un tiempo irrecuperable: la sensación de que la cinta es sobre la resaca de la violencia, el día después de la destrucción de toda épica para su conversión en un melodrama sobre almas perdidas en el Purgatorio esperando –como el Chico de la Moto- acceder a algo parecido al cielo.

sábado, 28 de julio de 2007

Los concejales no saben nada de literatura (picantería porteña)


Los concejales no saben de literatura. Hace unas semanas, la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Valparaíso convocó al filósofo Cristián Vila Riquelme, la académica Darcie Doll y a este redactor para ser evaluadores técnicos del Premio Municipal de Valparaíso versión 2007. Un premio que por cierto, consiste en 100 UF. La idea era la siguiente: se nos entregaban las carpetas de los postulantes y nosotros como especialistas haríamos una suerte de comentario sobre sus méritos literarios.

Hicimos el trabajo seriamente; evaluamos obras y antecedentes, obras y vidas y no hubo demasiada discusión respecto a quien debería ser premiado: Eduardo Correa Olmos era quien tenía más mérito para recibir el galardón. No era demasiado complejo. Correa había recibido premios importantes (el del Consejo del Libro y el Paula) y en los últimos treinta años publicó dos o tres obras canónicas (con “Bar Paradise” y “El incendio de Valparaíso” entre ellas), amén de una trayectoria no menor como académico y ensayista sobre arte. El acta con dicha evaluación era más que clara y evitaba cualquier ambigüedad; Correa le ganaba por paliza al resto de los concursantes.

Lo inquietante es que esa acta (que reseñaba las virtudes más que obvios de Correa) le importó bien poco a los concejales, quienes la miraron por encima y decretaron que el Premio Municipal de Valparaíso (que han recibido entre otros el mismo Vila, Patricio Manns, Ampuero y Juan Cameron) debía recaer en Arturo Morales (1964).

Era su atribución, pero la decisión resulta impresentable por dos razones. La primera es que –respecto a Morales- en el acta se señalaba (cito textual): A pesar de que tiene un trabajo amplio desarrollado en la cultura y la poesía, su trabajo no ha alcanzado la madurez para competir por un galardón que necesariamente reconoce la complejidad de un proyecto escritural mayor. En sus textos no es posible ver un desarrollo de la poesía más allá de lo meramente formal, aunque se presenta en ella una obra promisoria que, sin duda, entregará más y mejores resultados en los años venideros”.

La segunda, con que Morales (a quien no conozco, por cierto, más allá de un par de saludos protocolares) es un poeta menor incluso en el marco de su propia generación, que contiene a gente con una obra literaria bastante más interesante y desarrollada como, por ejemplo, Víctor Rojas Farías (tal vez el mejor memorialista del puerto), Marcelo Novoa (gestor, poeta y editor clave de la escena local) y Sergio Madrid (autor antologado nada más ni nada menos que por Julio Ortega).

Hay que aclarar que los nombres anteriores dan lo mismo. Ninguno de esos poetas postuló al premio. Lo que importa acá es otra cosa: que los concejales se saltaron olímpicamente el acta que habíamos escrito y votaron por Morales en un gesto que más que premiar al autor, lo deshonra. Huele demasiado a arreglo político como para llegar a tener valor canónico o peso estético alguno. En el fondo, literariamente hablando, es mejor los amigos que no te hagan esta clase de favores. Basta pensar del Premio Nacional de Zurita o la impresentable entrega del Premio Municipal de Santiago el año pasado.

Parafraseando al español Javier Cercas cuando habla de los escritores franquistas, Arturo Morales se ganó 100 UF pero perdió con eso la historia de la literatura porteña.

miércoles, 18 de julio de 2007

2022


El pasado era el futuro. Jugábamos flippers y escuchábamos canciones sobre paisajes extraterrestres. Nos inventamos una vez un asesino: un tal J.P. Moraga, que mató a diecinueve mujeres a lo largo demedio siglo. Lo inventamos en los momentos muertos de clases, hace años. Era la época donde desaparecían todas esas pendejas en Alto Hospicio. Siempre estuvimos seguros de que era un serial-killer. Seguros seguros. No podía ser de otra forma. Seguimos por dos años (estábamos en tercero y cuarto medio) las desapariciones. Tenían método, tenían sistema. Habíamos visto demasiadas películas como para no darnos cuenta. J.P. Moraga surgió de eso. Anotamos su nombre en el cuaderno de matemáticas, mientras Fernández nos explicaba unas ecuaciones. Luego, cuando nos fuimos para la casa le dimos un rostro, una historia. J.P. Moraga tenía 75 años, era un anciano respetable, un abuelo, un héroe del pueblo. Alguna vez había postulado para alcalde y perdió. Era democratacristiano. Apoyó el golpe. Era de rigurosa misa dominical. Cantaba en un grupo folclórico que a veces se presentaba en el paseo del muelle. Eso no le impedía matar mujeres: las raptaba en los pueblos cercanos y las llevaba a su parcela en las afueras. Ahí tenía un congelador gigante. Les hacía lo que los asesinos en serie les hacen a sus víctimas. Prefiero no entrar en detalles. J.P. Moraga era frío, su mirada estaba muerta, tras sus arrugas se escondía algún significado del mal. Eso, creo, lo escribimos en un cuaderno. Soñábamos con hacer la película o escribir la novela o ver la historia sintetizada en la parte de atrás de la funda de un video. J.P. Moraga duró un semestre. Poseía una larga lista de víctimas falsas y gigantescas mitologías urbanas. Hicimos un par de veces el recorrido de sus crímenes: partíamos en una urbanización de Huanhualí y seguíamos hasta el sitio baldío que quedaba detrás de una discoteca rodeada de alerces y terminábamos en las puertas de lo que debería haber sido su parcela. Era como seguir a un culpable que no existía, jugar a ser detectives sin serlo. Luego descubrimos que Raúl Méndez vivía en Villa Alemana. Ahí terminamos la broma. Méndez no era literario; no era para reírse. Méndez siempre fue infinitamente más peligroso que Moraga. Más real y cercano, aunque nunca supimos verlo hasta que pasó lo que pasó. Ahora Méndez no importa. Deberíamos haber planeado un encuentro entre ambos: Moraga contra Méndez. ¿Quién ganaría?. Pensé en Moraga y sus crímenes imaginarios. Pensé en lo que sabíamos de Méndez. Méndez, dije. Por paliza. Después nos quedamos en silencio. Mudos. Eso era lo que sabíamos hacer en ese tiempo. Quedarnos mudos. Porque no éramos nadie. No éramos nada. Vivíamos ahí, en Villa Alemana, si es que a eso se le podía llamar vida. Veíamos televisión por cable. Algunas tardes y nos quedábamos pegados hasta el amanecer frente a la pantalla. Odiábamos las teleseries. Escuchábamos a Slayer. Siempre era invierno. Rebobino: escuchábamos música, dábamos vuelta por el centro, mirábamos el cielo negro, éramos fanáticos de la televisión. Eso era todo. No era mucho. No era suficiente. Teníamos planes: ganar la lotería y no trabajar jamás. Teníamos un asesino en serie, nuestro asesino en serie. O dos. Uno era real. Veíamos películas de vampiros. Dábamos vuelta por el cementerio. Llevábamos la cámara de video y grabábamos esos paseos por las tumbas, por aquellos caminos sembrados de animitas pobres de pueblo chico, poniendo nuestros pasos sobre los muertos enterrados en un terreno arcilloso que a veces era arena o barro a secas. Odiábamos a los ancianos, al alcalde, a los profesores. Habíamos salido eximidos del servicio militar por incapacidad física expuesta en certificados falsos. Nos perdíamos en esa comunidad que detestábamos: gente pálida con cara cansada, que daba vuelta por el pueblo en las tardes sin hacer nada, buscando historietas en vez de historias, conversando con otra gente, asistiendo a las patéticas fiestas escolares que hacían en discos que en otro tiempo habían sido centros de tortura. No teníamos nombre, no importaba nuestro nombre, no éramos nadie. Bebíamos cerveza. Éramos personajes de historietas a los que nadie quería dibujar. No teníamos aventuras. Nos conocíamos desde niños. Nuestros padres eran se conocían de toda la vida. Odiábamos el fútbol. Nos acostábamos, nos acostaríamos intermitentemente con las mismas mujeres. Éramos una mierda, una canción sobre la vida en otro planeta, los televidentes de una película en blanco y negro de la que nadie se acordaba, la imagen detenida de un desastre a punto de suceder.