lunes, 1 de octubre de 2007

desolación


Oportuno: Naín Nómez incluyó a Violeta Parra en el tomo IV de su “Antología crítica de la poesía chilena” en el momento justo en que se cumplen 40 años de su muerte. Nómez repite el gesto de Erwin Díaz y de los viejos textos compilatorios de Juan Andrés Piña mientras subraya algo que ya sabíamos pero que no está demás recordar: a Violeta Parra hay que leerla.

Pero hacer eso puede ser peligroso. Sus textos son poesía, pero también hablan desde otro lugar, más espinoso, menos cómodo. Porque pocos escritores chilenos poseen la nitidez de Violeta Parra a la hora de relatar su propio dolor. Para ella, no hay metáforas: el sufrimiento –privado o social- se expone de manera directa, sin concesiones. Hay valentía en eso, pero también masoquismo. Sus letras –al azar “Maldigo del alto cielo”, “Corazón maldito”, “Rin del angelito”- son actos de exhibicionismo donde el yo poético deja su piel a la intemperie, desmembrándose, contemplando frenético las cicatrices de su propia biografía.

Hay, por cierto, una distancia demoledora entre esa Violeta y la de su imagen canonizada. Así, su reciente resurrección literaria nos lanza a la cara esa honestidad brutal que es su mejor de su legado. Porque Violeta Parra –en el link con la tradición- puede ser la mejor heredera de la Mistral pero también su reverso: si esta última sabe clausurarse para facturar un arte de sus silencios y distancias, Parra, por el contrario, se escribe como un cuerpo quebrado “sin médula y sin sustancia”, clasificando dolores, como si no conociera otro lenguaje que el de su padecimiento.

Llama la atención, de este modo, que el rescate de la oralidad profunda –vía las décimas- devenga a veces en aquella desolación, una clase de martirio emocional donde ni la lengua puede penetrar. “Cuánto será mi dolor” repite Violeta Parra una y otra vez y sí, sabemos que su malestar es inconmensurable e insoportable, que se trata de algo que borra la patria, el paisaje o la memoria. De este modo, mientras más se la lee, más aparece ese universo precario lleno de imágenes brutales: palomas degolladas, libros que no se pueden volver a mirar, amantes desaparecidos en el norte, novias muertas de males inclasificables; una suerte de deterioro de la vida privada – la suya, la de todos- enumerado una y otra vez hasta la extenuación.

Así, su obra es la tragedia griega de nuestro siglo XX, un drama que camina silenciosamente hacia el desastre. Están ahí la violencia, la fatalidad, el hambre, el abandono, la muerte, al punto de que haya escrito “Gracias a la vida” parece casi una ironía, una broma a contrapelo de sí misma, un último descanso antes de saltar por la borda. Experta en demasiadas artes, pareciera que la música y las palabras no le alcanzaron para decir lo que quería, ni para salvarse de sí misma. De ahí que sus mejores obras posean una transparencia que asusta; las señales de una catástrofe inminente incubándose verso tras verso, como si la autora se fuera desnudando hasta convertirse ella misma en una tierra baldía.

Escribir sobre ella, leerla, es someterse a los fotogramas dispersos de una road movie alegórica: la de una mujer buscando en pueblos perdidos las últimas señales de la verdadera canción chilena, mientras anota versiones apócrifas y aprende –para poner en práctica luego- la cristalería de un habla en desaparición. Pero Violeta Parra es otra cosa: la redactora secreta y azarosa de nuestro propio “Pedro Páramo”, de aquella Comala que es Chile, ese otro lugar donde es atrapada por fantasmas de carne y hueso y devorada por sus propias palabras.