domingo, 8 de julio de 2007

Romo


Hace tiempo, en un viejo número de la edición argentina de Rolling Stone, un periodista se sumergía en el submundo del sadomasoquismo en Buenos Aires. Visitaba sesiones presididas por dominatrices de diverso cuño mientras hablaba con clientes felices de ser amordazados y golpeados. Al periodista le obsesionaba algo que no podía llegar a comprender: ¿cómo en un país donde se había practicado la tortura de modo institucional, existieran ciudadanos felices de someterse voluntariamente a ella?.

Esa pregunta me volvió a la cabeza esta semana, cuando supe que había muerto Osvaldo Romo. Por supuesto, la noticia me impactó. Romo mató, violó, torturó, delató y estaba orgulloso de eso. Se consideraba a sí mismo un profesional al que habían dejado solo, a su suerte y hasta estos días nos habíamos olvidado de él.

Hace años leí el libro de entrevistas de Nancy Guzmán sobre Romo. Se me hizo insoportable; en cierto modo me enfermé físicamente ante sus páginas, me intoxiqué. Ahora –con Romo muerto- me di cuenta de otra cosa: aquel libro, que revelaba aquella actitud jactanciosa del torturador mientras explicaba los métodos eficaces para desaparecer a sus prisioneros (violentando y lanzando sus cuerpos en el mar o volcanes, mutilando con un “napoleón” sus manos), subrayaba también los alcances de cierta literatura chilena.

A la luz de esas confesiones que habría que revisar textos como “Purgatorio” de Raúl Zurita o “Arte Marcial” de Bruno Vidal. Pensar por un lado, que el primero reafirma que el mejor Zurita (el esencial, no el que va a leerle a los monos del zoológico) siempre estuvo en ese poemario que en el fondo era un ensayo casi testimonial sobre la tortura, donde las secuelas del colapso nacional (y sus marcas sobre el cuerpo del poeta) se convertían en estigmas, al punto que simplemente debía escribir su última parte sobre encefalogramas, sobre su cabeza quebrada. Por otro , habría que ver cómo Vidal toma el camino contrario. Escuchando a Romo su épica sobre torturadores y agentes de la DINA lucía a lo más como una parodia agria, imposible, clausurada de antemano.

Porque Romo es la muerte de las posibilidades de la literatura, pues como tema, como sujeto e hito histórico, recuerda que hay una zona vedada a las palabras, un aspecto de nuestra historia que no podremos procesar jamás. Romo es por supuesto, uno de las mejores encarnaciones del mal (en el caso de que eso exista) que ha fabricado Chile. Una versión sorda, vulgar, hueca, retorcida, podrida al punto de que nadie quiso reclamar su cuerpo.

Pero ese mal supera lo literario. Romo invalida cualquier intento de alegorizar nuestra historia por medio del arte. La poesía y la ficción chilenas –tal como las ha construido nuestra tradición- son demasiado pequeñas e intimistas para hacerse cargo de lo que él significa, porque lo que él significa está en otro lugar. Ese lugar –donde también habita el sueño de una novela imposible de Pinochet- señala lo mínimo de los esfuerzos de la letra frente a la dimensión desnuda de la violencia. Repito: para Romo no quedan palabras y ese detalle es pavoroso. Romo es el horror y el relato de sus crímenes basta por sí solo. No merece una novela o bien merece cien. Ninguna lo explicaría: todas están escritas con un alfabeto insoportable. Nadie las leería, tal vez, porque nadie lo veló ni lo despidió salvo unas monjas que lo sepultaron como un acto de caridad cristiana. Nadie, como en el poema de Pezoa Véliz, quiso decir nada.